Protagonistas de encierros mineros en El Bierzo y la provincia recuerdan su experiencia, analizando similitudes y diferencias con el confinamiento actual

Los protagonistas de varios encierros mineros destacan la importancia de la luz natural y de la cercanía de las familias a la hora de afrontar una situación de confinamiento

18 de Abril de 2020
Actualizado: 09 de Mayo de 2020 a las 11:50
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Ical / Siete de los ocho mineros encerrados en el pozo Mariángela de Santa Marina de Torre en el año 1994, junto al representante sindical Andrés Moreno, durante su encierro

ICAL/ Entrada de la bocamina del pozo Mariángela en Santa Marina de Torre, durante el encierro del año 1994

 

El confinamiento obligatorio impuesto por las autoridades para hacer frente a la pandemia provocada por el coronavirus Covid-19 mantiene encerrados en sus casas desde hace más de un mes a millones de ciudadanos. Una situación de encierro que algunos mineros de El Bierzo y el resto de la provincia de León se impusieron a sí mismos en el pasado para reivindicar mejoras laborales, pero que en su caso se daba a cientos de metros de profundidad, lejos de sus familias y sin posibilidad de ver la luz del sol. Los protagonistas de varios de esos encierros mineros recuerdan sus experiencias y analizan las similitudes y diferencias entre la actual situación y la que les tocó sufrir en carne propia.

El 27 de octubre de 1994 ocho mineros se adentraron en el Pozo Mariángela, en la localidad berciana de Santa Marina de Torre, con el objetivo de evitar el cierre de las instalaciones de la empresa Virgilio Riesco. Conocidos como ‘los ocho de Virgilio Riesco’, no saldrían de la mina hasta el 25 de noviembre, 29 días, más tarde. “No es lo mismo trabajar tu turno de ocho horas en la mina, que estar metido allí las 24 horas, se hizo cuesta arriba acostumbrarse”, destaca Juan Carlos Seijas, uno de los protagonistas de aquel encierro.

No poder ver la luz del sol es una de las grandes diferencias que este antiguo minero aprecia con respecto a la situación actual de confinamiento domiciliario. “Al cuarto o quinto día ya no sabías ni en qué día estabas, si no llegamos a tener relojes ni gente entrando a ayudarnos no hubiéramos sabido si era de noche o de día”, explica Seijas, que destaca el valor de algo tan sencillo como ver el amanecer y el atardecer. “Allí dentro teníamos un fluorescente y si ibas a dar un paseo desde donde dormíamos hasta el embarque que sube a la bocamina tenías que coger la lámpara. No había dónde ir, toda la mina estaba parada y no podías andar metiéndote por sitios porque te la podías jugar”, recuerda. 

Uno de sus compañeros de encierro fue José Antonio González, más conocido en el pueblo como 'Pardal', que coincide en señalar que “esto de ahora es duro, pero aquello lo era más”. “No es lo mismo estar un mes encerrado en la mina, que poder salir a pasear el perro”, señala ‘Pardal’, que explica que los únicos momentos en que se rompía la monotonía llegaban cuando los compañeros les bajaban la comida y durante la visita semanal del médico. En esas circunstancias, jugar a las cartas, a las damas, al dominó o al tres en raya o “ir poniendo trampas para cazar alguna rata” eran las escasas ocupaciones que compaginaban con la lectura de periódicos y de las cartas que les hacían llegar sus familiares, explica José Luis Moreno, al que todos conocen como 'Fran', otro de los protagonistas de ese encierro.

Al respecto, ‘Fran’ destaca que “poder estar con el teléfono y la tele o poder ducharse” son pequeños lujos que se echan de menos cuando la rutina diaria se reduce a “estar todo el día sentado en la galería”. “No tiene nada que ver”, explica este exminero, ahora dedicado a la conservación de carreteras en la zona del puerto del Manzanal, ocupación que estos días se mantiene activa pese a la declaración de estado de alarma. “Hay que estar ahí, estamos trabajando a turnos y esta semana me ha tocado”, explica.

Otra de las grandes diferencias con la actual situación, según Seijas, es que “ahora mismo puedes estar con la familia y de aquella no”. “Hablabas un rato por teléfono, pero muy poco, porque luego se te hacía más cuesta arriba. Después de cenar, aquello era otro mundo, cada uno se ponía a pensar en su familia y los ánimos se venían un poco abajo”, reconoce.

ICAL / Marino Jardino, uno de los ocho mineros encerrados en el pozo Mariángela de Santa Marina de Torre, en el año 1994, a la salida del encierro recibido por numerosos vecinos.

Puntos en común

Por contra, un punto en común con la actual situación tiene que ver con la convivencia continuada con las mismas personas en un espacio reducido, algo que puede llegar a enrarecerse conforme avanzan los días. “Cuando llevábamos allí una semana había que medir las palabras porque lo que decía uno podía molestarle a otro”, asegura Seijas. Como solución, los mineros optaron por la risa y los “buenos ratos” compartidos, como el ‘topless’ que protagonizó uno de ellos al conocer a las reporteras de la revista Interviú que bajaron a entrevistarlos o el susto que le dieron a un cámara de televisión que acabó “sudando del miedo”, recuerda entre risas.

Otro denominador común entre ambas situaciones es la incertidumbre sobre cuándo llegará el final de la situación. “Cuando los compañeros que estaban fuera negociando volvían de Madrid con malas noticias y decían que había que seguir, todo se hacía un poco más cuesta arriba”, explica Juan Carlos, que admite que ese sentimiento puede repetirse a día de hoy ante las sucesivas prórrogas del estado de alarma. “Esto es paciencia, no hay que ponerse nervioso”, apunta José Luis.

 

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La red social de entonces

Cinco años más tarde, el 30 de septiembre de 1999, fueron cinco los mineros que se encerraron en el Pozo María, en la localidad lacianega de Caboalles de Abajo. Tras más de dos meses en la mina, César Rubén García, Alfredo Dopacio, José Manuel Montes, Félix Trabadela y Ricardo Valderrey salieron por la bocamina un 4 de diciembre, día de la festividad de Santa Bárbara, patrona de los mineros. “Fueron 65 días de encierro puro y duro, en ningún momento salimos de la mina. Dentro del actual confinamiento tenemos mucha libertad para salir a comprar o asomarnos a la ventana”, explica César, que destaca que la actual situación tiene ““poco que ver con las restricciones que te impones a ti mismo cuando tomas la decisión de encerrarte en una mina”. “Aquello es mucho más precario, todo el día en un ambiente oscuro, húmedo y con baja temperatura. Donde estábamos, corría el agua enfrente a nosotros”, recuerda.

En cambio, la actual situación permite disfrutar de “las comodidades de una casa”, entre las que destaca la higiene o poder dormir en la cama propia. “Nuestra referencia primaria para mantenernos con un horario lo más parecido a lo normal eran las horas de comida, cuando bajaban a llevarnos el desayuno, la comida o la cena. Era la manera de saber si era de noche o de mañana”, asegura César, que recalca que “un encierro minero no es posible sin el apoyo incondicional de los compañeros y vecinos en el exterior”, quienes se encargaban de proveerlos de comida y ropa limpia, así como de mantener el contacto con las respectivas familia a través de las cartas que se intercambiaban.

“Era la red social de entonces, poder charlar con ellos era un revulsivo importante y tratábamos de no perder ese momento porque era uno de los mejores del día”, afirma César, que compara la situación con la “labor impagable” de los miembros de Protección Civil, bomberos y fuerzas de seguridad que son, a día de hoy, “el enlace primario para las personas que están aisladas en un pueblo lejano y no pueden salir a comprar”. “Lo difícil es ser uno de los profesionales que nos están cuidando, lo fácil es quedarse en casa, que es lo que ahora mismo nos están pidiendo”, subraya.

El apoyo en los más cercanos fue otro de los puntales que sostuvo el edificio de su resistencia a lo largo de los más de dos meses de encierro. En ese sentido, César recuerda con orgullo el papel que jugó su mujer sacando adelante a dos niños pequeños y anima a la gente a aprovechar las posibilidades de internet y de la telefonía móvil para mantener la comunicación con familiares y amigos en la distancia. “Mi consejo es que se pueden hacer muchas cosas: jugar con los niños, leer, hacer bricolaje, dibujar… A mí no me llega el día”, reconoce.

Pensando en el día en que se acabe el confinamiento, César recuerda la emoción y la “sensación indescriptible” que le embargó al salir de la mina después de tantos días. “Una situación así es capaz de poner al límite tu capacidad como ser humano, pero nosotros salimos igual o más fuertes, aquello nos unió mucho”, valora. “En una situación como la que está viviendo el mundo ahora mismo, tenemos mucho tiempo para reflexionar sobre el tipo de vida que llevamos y creo que todos vamos a valorar más la libertad o el simple hecho de dar un paseo y respirar aire puro. Si algo se puede destacar de esta desgracia es eso”, concluye.

Peio García / ICAL. Los cuatro mineros encerrados en el pozo Aurelio abandonan su protesta “como héroes” y con el respaldo de decenas de vecinos y compañeros



El último encierro

El 13 de junio de 2016 el pozo Aurelio de Santa Lucía de Gordón se convirtió en escenario del último encierro minero de la provincia de León. Álvaro Cuesta, Daniel Garduño, Elías Ortega y Sócrates Fernández, trabajadores de la Hullera Vasco Leonesa, se encerraron ese mismo día bajo tierra para intentar mantener la actividad de un sector que daba sus últimos coletazos. Salieron del Pozo el uno de julio, después de haber llevado a cabo incluso una huelga de hambre. La negociación con la empresa comenzaba a encauzarse y el médico les pidió que pusieran fin al encierro.

“Pasamos los cuatro o cinco primeros días en la planta 975, a 190 metros bajo tierra, pero como ahí hacía mucho frío y mucha humedad, después nos trasladamos a la sala de bombas, en la planta 550, a casi 600 metros de profundidad”, explica Sócrates Fernández, quien cuatro años después recuerda aquella experiencia como “muy positiva”, al mismo tiempo que “un poco dura porque estabas encerrado y no podías ver a la familia ni a otros compañeros”, pero en lo personal “muy buena, por la parte de defensa de los derechos” en una veintena de días en la que “estábamos encerrados pero no confinados, veíamos a nuestros compañeros, hacíamos vida”, algo “completamente diferente a la situación actual, en la que el 95 por ciento de la población que vive en pisos, nosotros teníamos 40 kilómetros de galerías para pasearnos”.

Elías Ortega mantiene un recuerdo agridulce de la experiencia, “estaba bien, con buenos compañeros”, pero “también mal, porque cuando me encerré hacía ocho días que me habían operado del estómago y además eché mucho de menos a mis hijos”. Así, ese lunes 13 de junio empezó una situación en la que “al ser algo inédito estabas algo excitado, por decirlo de alguna manera” pero que con el paso de los días “establecimos una rutina, horas de levantarnos, manteníamos el ejercicio y caminábamos unos 12 kilómetros por las galerías”.

Noche constante

A medida que pasaban los días, el encierro pesaba. “La última semana, poco antes de que el médico decretara que teníamos que salir, estaba sufriendo mucho y claro, sentir a los niños por teléfono y no poder verlos y abrazarlos era lo que más echaba de menos, pensar en ellos me machacó mucho”, cuenta Elías. Es precisamente eso lo que marca la gran diferencia para el minero, que considera que aquel encierro “no tiene ni punto de comparación con el confinamiento” porque “vivir allí abajo, donde no ves nada y es todo el día de noche, es muy distinto a estar aquí fuera, con tus hijos, donde ves la calle y sales a comprar. Esto no es un encierro, es tomar unas medidas”.

A Sócrates se le viene de vez en cuando a la mente el encierro, “más bien por recordar la época, el sector o los compañeros”, pero no por sus similitudes con el confinamiento. “Aquello era muy duro, estabas encerrado en la mina, pero estabas con otros tres compañeros, tenías muchas galerías que recorrer y podías hacer cosas, ahora estás metido en tu casa, pero el pro es que tienes medios a los que poder acceder a través de internet y yo, por ejemplo, al trabajar en un sector esencial, puedo ir a trabajar ocho horas al día”.

Elías y Sócrates están de acuerdo, “no son cosas comparables, aquello era una lucha por la minería de España, esto es una pandemia a nivel mundial y, tarde o temprano, saldremos para arriba”, destaca el primero de ellos, mientras que el segundo reconoce que “en aquel momento estábamos poniendo en riesgo nuestra salud para tener salud, es decir, reivindicar nuestro puesto de trabajo por la continuidad del sector y poder seguir llevando comida a nuestra casa y lo hacíamos por voluntad propia”, mientras que este confinamiento es “algo sobrevenido, de lo que los trabajadores no somos responsables”.

Redoblar la moral

Sin embargo, Sócrates tiene presentes buenos momentos, como la llegada de cartas del exterior, dentro de “una situación infinitamente peor y más dura que esta”. “Cuando nos llegaban las cartas que la gente nos enviaba desde fuera, que eran comunes a todos, las leíamos en voz alta los cuatro y eran momentos buenos, porque te ayudaba a redoblar la moral, hasta los niños de Ciñera nos hicieron un mural, lo pegamos en la pared y eso nos ayudaba a recordar por qué estábamos ahí”.

Ambos, tanto Sócrates como Elías viven ahora un nuevo “encierro”, esta vez cada uno en sus casas y con rutinas muy diferentes. Elías se pasa el día con sus hijos, aquellos a quienes tanto echaba de menos cuando estaba a 600 metros bajo tierra, y con ellos hace deberes, juega e intenta entretenerles porque “están un poco apagados, sienten como si se estuviera frenando su vida”.

Sócrates mantiene una vida ordenada, madruga, continua con sus tareas del sindicato Comisiones Obreras, en el que milita, lee, hace actividades de clase, ya que estudia un grado superior de Construcciones Metálicas, cocina y puede irse a trabajar ocho horas de lunes a viernes.

Una situación “diferente” esta que viven ahora y que algún día llegará a su fin, como también tuvo un punto y final aquel encierro en el pozo Aurelio. Ninguno de los dos olvidará jamás aquel uno de julio en el que varios cientos de personas esperaban a que la jaula subiera con los cuatro trabajadores de la HVL en su interior, que 20 días después volvían a ver la luz del sol.

“Por una parte fue un día amargo, porque aunque conseguimos paralizar un ERE importante, no se consiguió el objetivo final que era mantener un mínimo de actividad en la empresa, pero por otro lado también fue un buen día, por todas las muestras de ánimo que recibimos y la concentración de gente que nos esperaba. Fue un entierro digno de la minería, aunque habría sido más digno que siguiera”, relata Sócrates Fernández.

Elías se pregunta a veces “si aquello valió para algo” debido al fin que tuvo la minería, pero recuerda el fin del encierro como “algo muy bonito”, aunque reconoce que lo pasó “muy mal” cuando vio a sus hijos y se abrazaron a él. “Empezamos a llorar y fue muy emotivo”, recuerda. Ahora, el minero pone la vista en el fin de este confinamiento que, “aunque también es duro, es completamente diferente” y del que “saldremos con mucho miedo, porque una vez que te dejen salir empezaremos a pensar ¿y si lo pillo yo?, ¿si ese lo tiene?”.

ICAL . Cuatro mineros de La Vasco inician un encierro en el Pozo Aurelio de Santa Lucía de Gordón (León)