De izquierda a derecha, Leonides Álvarez, Agripina Gundín y Miguel Ángel Álvarez Gundín, a las puertas del bar en Ponferrada / Fotos de Mario de la TorreHay decisiones que cambian la vida de una familia y de una ciudad. ¿Compensaba pagar 600.000 pesetas de mediados de los años sesenta por el traspaso de un bar situado en el centro de Ponferrada? Leonides Álvarez y Agripina Gundín echaron cuentas. Su economía no daba para tanto. Pero la familia del marido respaldó la operación convencida de que resultaría un éxito. Medio siglo después, la mejor prueba de que tenían razón es intentar tomar un vino un viernes por la noche en el Bar Restaurante Gundín de Ponferrada. Hay veces en que llegar hasta la barra resulta casi tan difícil como afrontar una inversión de más de medio millón de pesetas hace cincuenta años.
Originarios de Langre (Berlanga del Bierzo), Leonides y Agripina se habían asentado en el ponferradino barrio de Flores del Sil, donde nacieron sus cuatro hijos. Él había aprendido el oficio de zapatero. “Pero no pagaba nadie”, dice todavía con cierta resignación. El matrimonio se puso a buscar un bar. Preguntaron en El Norte, pero no les convenció la oferta. Y les recomendaron el entonces Azul (entre las calles Isidro Rueda y Antolín López Peláez), que dejaban libre los hermanos Suso e Himerio Rodríguez para trasladarse primero a la esquina de Avenida de Valdés con Camino de Santiago (el actual Lembranza) y luego ya al Montearenas. Hubo que pagar 300.000 pesetas de entrada; y otras tantas en letras. “Funcionamos tan bien desde el principio que yo siempre tenía para pagarlas”, subraya Agripina.
Con varios hijos ya estudiando (tres de los cuatro cursaron carreras universitarias), el negocio se puso a nombre de la mujer, otra decisión acertada dado que su apellido aportó otra singularidad al establecimiento, que abrió sus puertas el 1 de enero de 1967 como bar, restaurante y hasta posada al entrar en el lote un piso con siete camas en la calle Dos de Mayo. Ni Leonides ni Agripina tenían experiencia en el mundo de la hostelería. Pero él se puso detrás de la barra y ella, que se había pasado la vida en el pueblo arando las tierras, recibió los primeros quince días la ayuda de Himerio Rodríguez en la cocina. “Me compré un libro. Y no se lo doy a nadie. Ahora lo querían los nietos…”, explica ella.
Las raciones como seña de identidad desde el principio
El Gundín tuvo desde el principio en las raciones una de sus señas de identidad. Agripina todavía cita algunas de carrerilla: “Empanada, empanadilla, mollejas, calamares en salsa y fritos, pulpo, hígado encebollado, bacalao…”. Con la oreja, quizá la tapa que más identifica al local, hay que hacer un punto y aparte. “Hoy ya la compran cortada y limpia. Antes venía en sacos y daba el doble de trabajo”, matiza antes de recordar cómo los sábados recibía once kilos de almejas y un cordero entero para las cenas. Con el bar y el restaurante en pleno apogeo, acabaron por dejar las habitaciones. “No merecían la pena”, coinciden ambos.
“Yo siempre tenía la barra llena”, presume Agripina, que se levantaba a las seis de la mañana y se acostaba a la una o las dos de la madrugada, una vida sacrificada pero satisfactoria. “Si el negocio te da la vida… Yo no tenía nada más que el negocio. Mi tesoro fue el negocio. Y me sirvió para mantenernos y dar carrera a los hijos”, dice. Sus dueños no cerraron ni un solo día hasta que en 1972 se fueron de vacaciones a la playa. “Él se puso en el muro. Y no se quitó ni los zapatos. Tenía miedo a perder los clientes”, recuerda ella, que le replicaba con un argumento irrebatible: “Si el cliente no vuelve es que no es cliente”. Y ahora que el local cierra por vacaciones un mes entero (el de octubre), al día siguiente no hace falta ir a buscarlos.
La segunda generación cumple 30 años al mando
“El día que abro tras las vacaciones ya tengo a la gente aquí”, destaca su actual propietario, Miguel Ángel Álvarez Gundín, la segunda generación de un negocio que cumple medio siglo de vida. Miguel tenía siete años cuando sus padres abrieron el bar. Ya de crío echaba una mano antes de entrar al colegio, al mediodía y por las tardes. “Yo tenía un horario”, cuenta. Estudió Empresariales. “Pero lo mío es la hostelería”, reconoce detrás de la barra ahora que está de doble aniversario ya que también cumple treinta años al frente de un negocio que cogió rodado, pero al que ha tenido que ir adaptando a los gustos cambiantes de los clientes. “La hostelería antes no era tan exigente como ahora”, admite.
Miguel y sus padres todavía recuerda los tiempos en que los viajantes dormían, desayunaban, comían y cenaban en el local. Eran tiempos de sota, caballo y rey en una calle en la que el movimiento lo aportaban los almacenes de frutas y firmas como Seat o Michelín. Hoy se ha perdido aquel trasiego en detrimento fundamentalmente del restaurante, pero sigue beneficiándose de una ubicación privilegiada en un entorno de oficinas y bancos y en el tránsito hacia el Mercado de Abastos, lo que se nota fundamentalmente los sábados por la mañana.
La reconversión para apostar por la variedad en la oferta de vinos
El establecimiento siempre ha funcionado bien. Puestos a buscar épocas más complicadas, Miguel cita la primera mitad de la década de los noventa, un momento de crisis general en España tras los fastos del 92 que tuvo traslación local en el contexto añadido de una importante reconversión de la minería del carbón. La situación obligó también a reconvertir el negocio. Fue el momento de profundizar en la oferta de vinos. Del tinto y el blanco genéricos se ha pasado a un abanico de hasta 40 y 30 referencias, respectivamente. “A mí siempre me gustó el vino. Aposté por él y creo que acerté”, subraya sin obviar también el mimo por el “buen café”, otra referencia de calidad del Gundín.
Y es que hay cosas que no han cambiado. “A mí las chicas me duraban ocho o diez años, hasta que se casaban. Tuvimos mucha suerte con los empleados”, dice Agripina, que destaca la figura de Lauro ‘el Chino’, que estuvo desde el comienzo hasta su fallecimiento en el año 2002, un empleado muy querido por los clientes. “Tenemos un personal muy bueno. Y así todo es muy fácil”, coincide Miguel, que cuenta en la actualidad con cinco empleados. La clientela también ha sido fiel. “Nosotros caímos muy bien a la gente”, recalca la fundadora, a la que todavía reconocen cuando baja desde su lugar de residencia en la parte alta de Ponferrada hasta el bar para hacer parada de camino a Langre en una tarde de sábado ya víspera del domingo, el día de cierre para reponer fuerzas y empezar la semana a tope el lunes.
La ronda de bares de la zona, ayer y hoy
Agripina y Leonides citan los bares por los que se hacía ronda en la zona hace cincuenta años. “Estaban el Bristol, el Sandes…”, rememoran. Ahora al entorno se han ido añadiendo un puñado de gastrobares, una competencia bien recibida desde el Gundín. “Yo quiero competencia que traiga clientes a la zona. Te obliga a no dormirte y te genera movimiento. Ya me encargaré yo de que entren aquí”, apunta Miguel, convencido de que la gente “busca más calidad que precio”, de que el centro de Ponferrada todavía tiene mucho tirón y de que paulatinamente “se va saliendo de la crisis”.
La imagen del bar atestado de gente en las noches de los jueves, los viernes y los sábados atestigua las palabras de quien heredó un establecimiento que conserva a grandes rasgos la estética inicial y en el que han quedado detalles de las primeras reformas como la esquina de la zona de los aseos decorada con los cómics que un cliente ha venido aportando como motivos para cuadros y calendarios hasta este 50 aniversario en el que se ha editado uno conmemorativo del cumpleaños redondo de un bar que es parte de la historia viva reciente de Ponferrada.
Cómics alusivos al Gundín colgados en una de las esquinas del local



