La tierra marca y Roberto, Marisa y Arturo decidieron quedarse en ella. Los ríos unen y las montañas separan y el Sil, en su parte más alta, es la vena que articula un paisaje majestuoso. Los valles estrechos y escarpados conforman una de las zonas más desconocidas por el turista del Bierzo. Su orografía marcó la economía hasta la llegada de la mina. Basada primero en la ganadería, la construcción del ferrocarril minero de la MSP y de la carretera Ponferrada – La Espina en 1918, transformó el modo de vida de sus habitantes.
Maria Luisa Sánchez es natural de Ponferrada, dejó su vida, su trabajo y se mudó con Arturo García Bruzos al pueblo. Bruzos, herrero y artesano con un taller en Páramo del Sil lleva trabajando en la recuperación de Leoneza más de ocho años. "Solo tenemos un pico y una pala", cuenta Marisa. Una casa humilde, una vida sencilla y dura para lograr un proyecto común, "luchando día tras día". Marisa y Arturo han vuelto a los orígenes, han creado un jardín para recuperar plantas olvidadas, cada una con un uso diferente según la medicina y la sabiduría ancestral de los pueblos. Creen en una vida distinta, "hecha con nuestras manos, nuestro sudor y mucho sacrificio".
Roberto se crio en estas tierras. Nació en Peñadrada (Páramo del Sil) y el trabajo, como a muchos, lo apartó pronto de su casa. Veinte años en la construcción que le llevaron a recorrer diferentes ciudades y países y durante los que tomó fuerza una idea que siempre había estado ahí. Algunos le dijeron que estaba loco y otros que adelante, “pero si quieres hacer algo no puedes esperar a que los demás te animen”. El caso es que en plena crisis Roberto compró una de las siete casas abandonadas que hace más de medio siglo formaron el poblado de Leoneza.
En el pico de una ladera cercana a la ermita de las Nieves, a medio camino entre Anllares y Hospital, se encontraba uno de los barrios o ‘calles’ de Páramo del Sil, que ahora no reconoce su existencia sobre el mapa. La toponimia habla de Leoneza o Luneza, deshabitada hace décadas en favor de los pueblos aledaños. La maleza se hizo fuerte en un entorno húmedo invadiéndolo todo. Tres meses duró el desbroce y la limpieza de caminos.
Construyeron una pequeña palloza que convirtieron en casa de vacaciones y a la que acudían siempre que podían para trabajar en un proyecto que empezaba a tomar forma. No se trataba de reconstruir una casas sino de rehabilitar un entorno con lo que este ofrecía, manteniendo el equilibrio, respetando el paisaje. Basta una visita para comprobarlo.
“En mi trabajo he destruido tanto que sentía que le debía algo a la naturaleza”
Nunca hubo prisa. Llevaron el agua del manantial hasta las casas, pusieron pequeñas placas solares. Utilizaron la madera de los árboles muertos y la piedra de la zona para fabricar el mobiliario. Construyeron un estanque, sembraron cada planta estudiando el lugar más conveniente según las necesidades de luz y humedad de cada especie. Todo parece natural y, sin embargo, es fácil descubrir los detalles que esconden detrás días, horas y años de trabajo. Un trabajo que para Roberto solo está al treinta por ciento. “Me gustaría que pudieses ver durante cinco minutos lo que tengo pensado para esto, aquí hay trabajo para toda la vida”.
Mientras tanto, combinan su proyecto comunitario con encargos particulares. Apenas tienen gastos. A medio plazo tienen previsto explotar la tierra. “En mi trabajo he destruido tanto que sentía que le debía algo a la naturaleza”, sostiene Roberto. Ellos apostaron por otra vida aquí, en su tierra, “esto está lleno de lugares espectaculares”, aseguran. “Todos nos morimos y esto se queda, hay que preparar el camino para morir a gusto”.
